lunes, 23 de septiembre de 2024

SANTIDAD - J. C. RYLE (1816-1900)

 

Santidad y pecado

No digo de ninguna manera que la santidad impide la presencia del pecado que ya mora en el hombre. No, lejos de esto. La desgracia más grande del hombre santo es que carga un "cuerpo de muerte" que, a menudo, cuando quiere hacer el bien, "el mal está en él", que el viejo hombre está observando todos sus movimientos y, por así decir, tratando de hacerlo retroceder cada vez que da un paso (Ro. 7:21). Pero la excelencia del hombre santo es que no se queda en paz con el pecado que mora en él, como lo hacen algunos. Aborrece el pecado, se lamenta por él y anhela librarse de él. La obra de santificación dentro de él es como el muro de Jerusalén, la obra sigue adelante aun "en tiempos angustiosos" (Dn. 9:25).

Tampoco digo que la santidad alcanza la madurez y es perfecta instantáneamente. Las gracias de algunos están en una etapa inicial, otras más adelantadas y algunas han llegado a la madurez. Todos tienen que tener un comienzo. Nunca debemos despreciar "el día de las cosas pequeñas".

La santificación es siempre una obra progresiva. La historia de los santos más brillantes que jamás han vivido contiene muchos "peros", "sin embargo" y "no obstante" hasta el final. El oro nunca deja de tener escoria y la luz nunca brilla sin algunas nubes hasta que lleguemos a la Jerusalén celestial. El sol tiene manchas en su superficie. El más santo de los hombres tiene imperfecciones y defectos cuando es pesado en la balanza de la santidad divina. Su vida es una batalla continua contra el pecado, el mundo y el diablo y, a veces, no lo vemos vencedor, sino vencido. La carne está siempre luchando contra el espíritu y el espíritu contra la carne y así sabemos que "todos ofendemos muchas veces" (Gá. 5:17; Stg. 3:2).

Aun así, estoy seguro de que el carácter que he esbozado débilmente, es el anhelo y la oración de todos los cristianos auténticos. Perseveran en lograr tenerlo, si no lo tienen. Quizá no lo logren, pero esa es siempre su meta. Es siempre por lo que se esfuerzan y trabajan, si no tienen ese carácter.

Y esto digo audaz y confiadamente: Que la verdadera santidad es una gran realidad. Es algo en el hombre que puede verse, conocerse, señalarse y que es percibido por todos los que lo rodean. Es luz: Si existe, se ve. Es sal: Si existe, su sabor se percibe. Es un óleo preciado: Si existe, no se puede esconder.

Todos tenemos que estar dispuestos a ser indulgentes con las caídas, con la sequedad ocasional de los cristianos. Sé que un camino puede llegar de un punto a otro y, aun así, tener muchas curvas y vueltas; y que las debilidades pueden desviar al hombre realmente santo. El oro no es menos oro porque tenga aleaciones, ni la luz es menos luz porque sea débil, ni la gracia es menos gracia porque esté presente en seres inmaduros y débiles. Pero después de admitir todo esto, no puedo entender cómo alguien merezca ser llamado "santo", si peca a sabiendas y no se humilla ni se avergüenza por ello. No se le puede llamar "santo" a alguien que, a sabiendas, descuida habitualmente sus deberes y, conscientemente, hace lo que sabe que Dios le ha ordenado no hacer. Bien dice Owen: "No entiendo cómo alguien pueda ser un verdadero creyente si su carga más pesada no es el pecado, no siente dolor por él y no lo ve como un problema".

Tales son las principales características de la santidad práctica. Examinémonos y comprobemos que la conocemos. Probémonos a nosotros mismos.